martes, 10 de septiembre de 2013

Insectos

Cuando el primero terminó conmigo tras siete años de una relación a veces tortuosa y siempre desasosegada, me sumí en constante sopor que me mantenía en cama gran parte del día y por las noches me mantenía alerta al borde del ataque de nervios. Así, en el silencio impenetrable de la madrugada cuando hasta el viento corre silencioso, sólo yo estaba despierta espiando el andar de la gente al otro lado del mundo. Y una de esas noches los insectos comenzaron a venir.
   Escuché a la primera intentando hurgar dentro de una bolsa de plástico. Sus seis patas golpeteaban sin descanso intentando trepar dentro de una bolsa de vinilo que dejé tirada sobre el piso. En el silencio de la noche sentí su compañía y me sobresalté. No la aplasté, la rocié con veneno y la quemé en el rellano de la entrada como me habían dicho que hiciera con los alacranes. Comenzaba el verano. La compañía inesperada seguiría llegando de una en una mientras durara el calor.
   Pasaba las noches en vela acechando su llegada. Para el final había memorizado ya cada sonido de la noche y las adivinaba antes de llegar. Con sigilo abría la puerta y corría a rociarlas del líquido mortal para luego quemarlas mientras agonizaban. Una vez casi quemé el cuarto donde me hospedaba entonces pero no abandoné este ritual de purificación.

Tiempo después el calor del verano atemperó mis nervios y logré aliviar el cansancio de los días. Entonces una tarde me topé con un hombre que me ayudó a apaciguar la sed que me secaba hasta el alma. Y así, aún en plena canícula, poco a poco las cucarachas dejaron de aparecerse por la casa y al fin pude volver a dormir de noche.

Unos meses después, esta vez yo terminé con un segundo. Logré atraerlo con mi olor, pero mis irrefrenables ansias de enamorarme lo llevaron a hacerse indiferente conmigo. Meses y meses me sentí como una carga en su vida, rogando por un poco de ternura. Un día tras volver de casa, de mi verdadera casa, le dije adiós y lo dejé partir. Lo despedí en el rellano de la puerta y no lo abracé. También era verano y no quería que algún insecto se colara entre las sombras de la noche.
   Por un tiempo todo estuvo bajo control y de día sólo dormía en las tardes pues tras la comida me ponía pensativa y para evitarlo prefería ahogar las ideas el narcótico de los sueños. Pero una tarde, quizá porque mi casa estuvo vacía mucho tiempo, encontré unas tijerillas vagando cerca de la cocina. Imaginé que era un encuentro casual y que no habría más. Sin embargo han aparecido otras más y día a día aplasto una o dos, desde que te fuiste.
   Espero pronto vaciar la casa de lo que vino tras tu partida y que lo que apacigüe mi alma no sea un advenedizo casual. El verano a comenzado a ceder y poco a poco esta casa volverá a quedarse conmigo como única inquilina. Más tarde, quizá después del invierno podré volver a empezar.

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