viernes, 30 de marzo de 2012

Rojo

Elegí el rojo. Un rojo en los labios, tan predecible. Una camisa de cuadros roja un día, una chamarra roja al otro. Y volviste tu mirada a mí. Elegí el rojo porque es tu color. El color de tus labios impredecibles, el color de tu ropa con el que te siento de reojo mientras vas de acá para allá y a veces te detienes y volteas. Eres rojo en mi recuerdo y en la sangre que se agalopa cuando pienso en ti, en el delineado cortorno de tus brazos y en tu lengua tras esa sonrisa de niño que me llega y me contagia. Eres rojo como mis mejillas encendidas de tanto correr pensando en ti, correr más rápido tratando de alcanzarte, de llegar y sin moverme.

Y te pienso y ya soy esa sonrisa también.

lunes, 19 de marzo de 2012

Las tardes del domingo el sol entraba por el ventanal de tu cuarto llenándolo todo de ese calor que incita a la siesta. Los otros días no. Otros días el cuarto se calentaba como si fuera un horno y había que huir a la terraza o al piso de abajo sin ventanas, sin luz de día. Y entonces no había forma de sentarse a leer ni de sentarse a nada y a la noche dabas vueltas en la cama sin poder deshacerte del hastío del día, sin descanso de ese calor.
Los domingos nos refugiábamos en tu cuarto al comenzar la tarde. Tras la comida, nos acostábamos en tu cama y tras los besos venía el sueño tomada de tu mano o abrazada de ti, con tu respiración en mi frente. Dormíamos sin dormir soñando con nosotros, seguramente. Ahí hablábamos siempre, casi susurrando, con tú música al fondo. Ahí lloré tantas veces al final antes de irme de ahí pues tras la tarde perfecta caía en la cuenta de la realidad, de que me iba de esa ilusión de las tardes de domingo donde todo quedaba flotando como en espera de que nosotros regresáramos al mundo. Todo se mantenía en espera y entonces las cosas funcionaban sin fisuras en ese rincón cálido y acogedor, tomados de las manos, entre besos y nuestra respiración al unísono. Y lloraba sin saber por qué me iba y dejaba eso que era lo que más quería y llenaba mi vida. Y me abrazaba a ti con brazos y piernas tratando de asir el momento que se iba al ponerse el sol y comenzar el camino de vuelta a casa donde descubría que yo era otra cosa, más que esas tardes de domingo, de la comodidad de ese sopor y la incertidumbre de tus besos.
Al final las tardes de domingo son las que más han pesado cuando estoy sola. Y aquí también entra el calor de la tarde, si es la estación correcta, sino apenas a veces alumbra el sol. Pero da igual, la venta de doble vidrio me recuerda que nunca volverá el ventanal de tu cuarto ni esa luz de la tarde. Los gritos de la calle no serán los de los niños de las casas de al lado de la tuya, no serán en español. No hay gritos en la tarde, sino en la mañana, cuando me pesa levantarme sea domingo o sea cualquier día. Y ahora sé que el mundo funciona siempre con fisuras, para todos, y que siempre será así.
Yo no vine huyendo de ti, tú te quedaste escapando de mí. Quizá lo que yo veía como calma era para ti un huracán que destrozaba todo lo que eras cada vez que aparecía. Y esos sueños que soñábamos tomados de la mano eran sueños alejados enre sí, motivados por el cansancio de tanto tiempo juntos y lo que parecía aún faltar.