lunes, 10 de septiembre de 2012

Sándalo

En una orilla de una mesa para cuatro en la cafetería que parece jardín botánico, tomaste mi mano y la acercaste a tu nariz. Con curiosidad la oliste subiendo por el antebrazo hasta que te la arrebaté.
-- Hueles--, dijiste.
Yo miré tus ojos tras los cristales montados en aros blancuzcos, tu cara pequeña pero de facciones bien marcadas, tus dientes alineados y limpísimos. Mire tus pienas fuertes ocultas bajo el pantalón de cuadros, de cintura alta, como los abuelos. Miré sólo tu brazo izquierdo y tu mano derecha asomándose por la camisa blanca siempre bien fajada dentro del pantalón y cerrada hasta el cuello menos el último botón. Pareces de otro tiempo.
Eres tú sin excusas ni permisos. En tus modos arcaicos sin seguir a nadie. En tu personalidad suve, incomprensible a ojos extraños, pero donde creo encontrar más seguridad en tu condición de hombre y de humano que en otros machos que a gritos marcan territorio y atraen a las mujeres. Y te miro con un poco de recelo descubriendote poco a poco, leyendote en tus ademanes exagerados, en tus palabras pausadas y acomodadas para mí, en los idiomas donde nos encontramos.
--Hueles a madera--, dijiste.
Tus palabras me hablaron más allá del momento y tomé tu mano para olerte también. ¿A qué hueles?
--¿A qué huelo?
No pude responderte al nivel de lo que tú me dijiste porque en la emoción del momento tuve miedo de descifrar tu olor.

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